Monday, April 17, 2006

La Beatificación de Juan Pablo II

En el primer aniversario de la muerte del Papa Juan Pablo II se escucha un intenso clamor por parte de los fieles Católicos solicitando su pronta beatificación, primer paso hacia la santidad. Ser elevado a la categoría de santo representa el nivel espiritual más encumbrado que pueda lograr humano alguno y la inmensa mayoría de creyentes han convertido la canonización de Karol Wojtila en su gran anhelo. La Real Academia Española ofrece dos definiciones básicas para el término santo, aquel que es "perfecto y libre de toda culpa" o a "quién la Iglesia declara como tal." Evidentemente sin certificar si su comportamiento lo amerita. Pero pocos discutirán que más substancial que ser nombrado santo por meros mortales constituye llevar una vida que se acoja a los preceptos de la santidad.Se dice que antiguamente el derecho de adicionar el prefijo San al nombre podía ser obtenido por unos bien colocados denarios en el Vaticano; lo cierto es que semejante distinción garantiza un renombre prácticamente eterno, condición social siempre apetecida por muchos devotos y otros no tanto. Pero la gracia categóricamente radica en realmente ser santo, no que el jerarca eclesiástico de turno simplemente lo señale a uno como tal. Fue así como algún buen día decidí volverme santo; obviamente sin caer en cuenta que me metía en una camisa de once varas. Entonces recordé como un filósofo anónimo aseguró que el primer paso hacia la santidad consiste en compartir sus conocimientos libremente con todos. Aunque el peldaño inicial a la perfección suena relativamente fácil, inmediatamente entendí que no es así. Recelo evidentemente compartido por la crema de la sociedad, toda vez que sus más prestigiosos miembros -tales como médicos, políticos, militares, abogados, inclusive sacerdotes- no solo pagaron mucho dinero para obtener sus conocimientos, pero cobran aun más por compartirlos. Mi carrera de santo casi termina sin siquiera haber comenzado cuando tropecé de forma abrupta contra este primer escollo. Cuando le comenté a mi mejor amigo la firme intención de regalar mi inteligencia me tildó de orate y dijo que semejante necedad me condenaría a morir de hambre. "Yo no quiero ser santo," fue su tajante e indecorosa sentencia. La verdad es que no recuerdo alguien que haya expresado la firme intención de enrolarse en las escuetas huestes de la santidad; menos recuerdo haber leído un clasificado donde se solicita santo, ni siquiera en la página web del Vaticano. De mis clases de catequismo recordé otro inapelable requisito en la ruta del santo es siempre decir la verdad; cual sería mi contrariedad cuando descubrí que el segundo escaño es aun más fregado. No contaba con que algo tan aparentemente sencillo como nunca mentir fuera casi imposible y de ipso facto caí en el yerro de la falsedad. Esta vez cuando le mentí a la dueña de la tienda que no le podía pagar porque el cajero automático se me había tragado el dinero. Con razón las filas de la santidad se encuentran tan menguadas, no conozco un solo humano que hubiese tenido el valor de siempre hablar con la verité. Pero no me amilané y seguidamente enderecé mi errático caminar. Sentí que disfrutaba de una enorme delantera en mi ruta al ascetismo porque hace 30 años practico la macrobiótica y mi cuerpo presenta un alto grado de pureza biológica; otro valioso requerimiento hacia la ablución espiritual, toda vez que la máxima ordenanza de los mejores atletas del mundo es "mens sana in corpore sano": mente sana en cuerpo sano. También había leído como los milagros atribuidos a Jesucristo solamente pudieron haber sido realizados por alguien que poseyera una notable purificación del torrente sanguíneo. Científicos de la anatomía afirman que el humano apenas utiliza el 10% de su capacidad mental y que solamente a través de una dieta libre de toxinas podemos desarrollar todo nuestro potencial cerebral. Me produjo gran alegría enterarme como inconscientemente hace mucho tiempo habría emprendido el camino a la santidad y la verdad en varias ocasiones percibí como la superior calidad de mi alimentación me proporcionaba considerables ventajas sobre mis congéneres. No más el hecho que nunca me enfermo bastaba para dejarlos regados en el galope de la vida; amén que disfruto de mayor claridad mental, lo cual me otorga una amplia periferia de comprensión intelectual y gran facilidad de expresión. Fue Nazarín, el genial personaje creado por Benito Pérez-Galdós quien me hizo dar cuenta que el fallido Papa Juan Pablo II no llevó una vida consistente con los cánones fundamentales de la santidad. En primera medida porque hay que ser fisiológicamente sano para pretender sanar a otros y el Sr. Wojtila obviamente no gozaba de esta ineludible condición, ya que durante la mayor parte de su vida cometió el pecado de la gula; lo cual le produjo una vergonzosa obesidad mórbida que le mantuvo gravemente enfermo y lo llevó a un deceso cruel. Es de elemental sentido común como aquel que no respetó su propio cuerpo difícilmente pudo haber realizado el milagro que se le endilga de haber sanado una mujer a distancia. Comer más de la cuenta representa una humillante afrenta hacia los millones de desfavorecidos que no logran obtener diariamente siquiera un mínimo de nutrición para sobrevivir con modestia. Que Karol Wojtila no haya tenido la percepción ni la inclinación de alimentarse de una manera sana niega cualquier viso de superioridad intelectual y biológica y de plano lo descalifica como futuro santo, pues con gran tristeza hay que señalar que en ese respecto desperdició su estadía en la tierra. Una de las principales virtudes que me atrajo a la macrobiótica es la plus valía de fenecer en posesión de todas las facultadas físicas y mentales; el macrobiótico muere de viejo, no de enfermo. La Biblia dice que aquel que conduce su vida de acuerdo a las leyes de Dios será avisado de su partida con tres días de antelación para dejar sus asuntos en orden; exaltada circunstancia de la dignidad misionera que no disfrutó Juan Pablo II, ni Papa que yo tenga en memoria. Pérez-Galdós describe así la manera como condujo su vida el ilustre personaje del libro que debiera ser lectura obligada para todo aquel que contemple la santidad: "Ni huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así se puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente." Cualidades de Nazarín que en absoluto describen residente alguno del Vaticano, ahora o antes. Tampoco, de paso sea dicho, el actual Pontífice Benedicto XVI califica para santo. No se puede desconocer que Joseph Ratzinger fue miembro de las Juventudes Voluntarias Nazis, una nefasta organización paramilitar que se dedicó al exterminio violento del pueblo Judío, funesto episodio de la historia mundial conocido como el Holocausto y que desautoriza de plano su aspiración a la santidad. Es moralmente inaceptable adjudicar por de facto la atribución de nombrar santos a una persona que en algún momento de su vida vistió un tenebroso uniforme Nazi e iniciaba su día con el injurioso saludo de Zig Heil.Dudo que la egregia cúpula de la Capilla Sistina cobije algún purpurado que como Nazarín sea hecho "de pasta de ángeles divinos." Mucho menos algún Cardenal que "anda descalzo y pide limosna por parecerse más a Nuestro Señor Jesucristo, que también iba descalzo y no comía más que lo que le daban."En tres décadas de estudiar las propiedades curativas de los alimentos he adquirido la sabiduría para eliminar del cuerpo humano algunas patologías que la medicina convencional cataloga como incurables, es solo cuestión de adoptar la dieta correcta. Pero realizar milagros es oficio de marca mayor y quizás solo potestad de alguien como Nazarín quien debido a su sacra humildad ni siquiera conoce que posee semejante facultad y se muestra así, "No esperéis nunca que yo me presente ante el mundo revestido de atribuciones que no tengo, ni que usurpe un papel superior al oscuro y humilde que me corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni siquiera bueno... Ofendéis gravemente a Nuestro Señor Jesucristo suponiendo que este pobre siervo suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto sería delirio..."No es de extrañar que existan cantidades de hombres despistados que deliran con emular a Jesucristo sin tener que "... padecer grandes desventuras, terribles hambres, maldades de hombres y ferocidades de bestias." De seguro ninguno de los fulanos que disfrutan la opulencia del Vaticano voluntariamente optarían como Nazarín por ir "tras el dolor para aplicarle consuelo" y evadir los "placeres y regocijos" para salir en "busca de miserias y lástimas." Es oportuno que las damas comprendan como algunas religiones organizadas practican la misoginia, y se enteren que la RAE define esta infección del alma como "Aversión u odio a las mujeres." Tampoco deben las féminas olvidar que por una despreciable directriz emanada del Vaticano ninguna mujer puede acceder al Papado, ni siquiera al sacerdocio. El género femenino debe apreciar la importancia de ser consecuentes en la elección de sus dirigentes eclesiásticos y abstenerse de apoyar aquellos que las menosprecian y no estén dispuestos a otorgarles un trato igualitario, de lo contrario jamás lograrán consolidar un progreso significativo dentro de la iglesia. Seguramente el grueso de los fieles que claman su santificación desconocen que con el inicuo propósito de perpetuar un deliberado control del Vaticano sobre sus súbditos, cuando oficiaba como Papa, Juan Pablo II vedó el uso del condón a los Católicos infectados con SIDA, so pena de una supuesta eternidad en el infierno. Pésima exhortación que para lo único que sirvió fue garantizar que sus vidas se convirtieran en un verdadero infierno sobre la tierra, toda vez que este descuido biológico disparó el número de infectados con VIH. Semejante desidia causó 12 millones de huérfanos del SIDA en África que existen en un desamparo total, pues aun no se ha visto que el Vaticano los socorra y ni siquiera ha expresado alguna intención hacia ello. Producto de su insensata e insensible soberbia dogmática que nada tiene que ver con designio alguno de Dios, al finado Juan Pablo II y el actual Papa Benedicto XVI les cabe gran responsabilidad compartida en la pandemia del Síndrome de Inmune Deficiencia Adquirida que según estadísticas oficiales al 31 de Enero de 2005 contabilizó unas 40.000.000 de personas que padecen este fatal suplicio, de los cuales 17.500.000 son mujeres y más de dos millones sus hijos. Hoy día, a escala global el SIDA mata en promedio a 6 personas por minuto, lo cual en números fríos significa que si usted se demoró 10 minutos en leer esto unas 60 personas murieron a consecuencias de esta terrible enfermedad.

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